La vieja Úrsula vive en un caserón de las afueras del pueblo, es una anciana menuda, delgada, que siempre está hablando consigo misma y con las plantas de su jardín, viste de negro y tiene una mirada tenebrosa que asusta a los niños que pasan por allí camino del colegio, que se encuentra al final de la calle.
Yo soy su gato, un enorme gato negro de raza silvestre, me gusta deslizarme en silencio como una sombra por las habitaciones y echarme hecho un ovillo junto a la verja de la entrada.
Aquella mañana oí un ruido extraño al otro lado de la valla que rodea a la casa, alguien gritó – vieja bruja -me incorporé lentamente, cuando una piedra chocó contra mis costillas, maullé de dolor y escuché unos pasos que corrían calle abajo, la campana del colegio ahogó momentáneamente mis maullidos , en un momento el joven que lanzó el proyectil se giró y pude clavar mis ojos felinos en su mirada. Desde una ventana de la casa la vieja Úrsula gritó – desvergonzado mocoso, haré que te corten la lengua –
Lo esperé a la salida de la escuela, luego lo seguí en silencio de calle en calle, el joven advirtió mi presencia y apresuró el paso, comenzó a correr, en una esquina me lanzó una piedra que esquivé con un salto de costado, cada vez corría más, pero
no me podía despistar, yo siempre estaba allí , detrás de él, como una mancha oscura, sudoroso y aterrado por fin llegó a su casa que cerró de un portazo. Me senté en la puerta y todo quedó en silencio, luego vi que alguien se movía por una de las ventanas más altas de la casa. Fue fácil gatear por el canalón.
El joven estaba acostado, al principio me confundió con una sombra, luego se dio cuenta de que las sombras no tienen zarpas que arañen el suelo al avanzar, no saltan de repente para quedarse colgadas de los barrotes de la cama, no miran con ojos infernales… entonces abrió la boca para gritar y volé por la habitación en dirección a su rostro , mi cabeza se introdujo en su boca completamente abierta por el espanto.
La madre escuchó el ruido y subió a la habitación, el joven permanecía con la boca abierta de la que salía sólo un sonido gutural, pero ninguna palabra, nunca más surgirían palabras de ella.
Agazapado en la ventana, pude escuchar a la madre decir: – ¿qué te pasa, se te ha comido la lengua el gato?
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